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78 Pág. Escritores Juan Carlos Merino

 

Así que contó desde aquel día seis meses, seis lentos pero ansiados meses que coincidían con el día de su nacimiento. Que irónico, que extraña coincidencia acabar como empezó.

Salió al exterior permitiendo al aire nocturno una oportunidad de colarse en la vivienda, sin que nadie fuera testigo después de como arrojaba la llave a un lado con gesto despechado. 

Después de un rato de caminar, pese a su edad, a buen ritmo, alcanzó por fin el cementerio con sus típicos muros negros coronados de enredaderas y afiladas púas metálicas a modo de defensa ante los posibles ladrones de cadáveres, muy extendidos en aquellos tiempos.

Esa era la segunda razón por la que se construyera tamaña fortaleza; no quería acabar en una mesa de cirujano sirviendo a las prácticas y experimentos de algún memo científico venido a más y a sus ineptos estudiantes.

—Este no es tu sitio, Ambrosius, todavía no  —habló de nuevo la voz, en tono de advertencia.

No pudo evitar girarse en busca de indicios de su interlocutor pero al no ver nada, de veras pensó que se trataba de su imaginación o de su conciencia.

El camposanto permanecía cerrado por las noches así que tuvo que sobornar al guardián del lugar, un borracho de baja estofa llamado Tobb Hopper, al que varias guineas convencieron con facilidad de lo conveniente del negocio.

Un chasquido quebró el silencio cuando la puerta oxidada de tono verde hierro, rendidas sus defensas, se abrió ante su visitante. Al otro lado, las hileras de sepulturas se alineaban en orden perfecto, con los caminos en forma de calles que conducían a todas y cada una de las lápidas, a modo de ciudad en miniatura.

Creyó ver un par de sombras, primero a la izquierda y después a la derecha, unos pasos por delante, pero decidió hacer caso omiso a cualquier intento de su mente por detenerle. 

Al final de su viaje, encontró el panteón con su figura emergiendo imponente de las alturas, como un espectro vigilante, de tez seria y fruncida, con un brazo extendido de tal forma que señalara a todos los que osaran detenerse frente a la cripta. Bajo la estatua, en letras doradas podía leerse: Al Señor Ambrosius Kinston, por sus logros y su dedicación. Siempre pervivirá”. Y le seguían las fechas habituales en este tipo de lugares.